Las personas nos relacionamos de manera casi continua, pasamos gran parte nuestra vida comunicando, pidiendo, ofreciendo,…., en definitiva, intercambiando cosas, ideas, sentimientos,... En ese dar, tomar y compartir, el valor de lo que una de las partes implicadas tenga, opine o necesite, puede ser tratado de igual forma que lo de la otra o, de manera muy distinta, ser tenida con más o menos peso o autoridad. Es decir, no siempre lo que incumbe a una persona es tomado con la misma exigencia de atención y cumplimiento que lo que tiene que ver con otra. A través de una lógica similar, es fácil afirmar que existen jerarquías en algunas interacciones que, si bien se muestran muy claras en ciertos contextos en los que esto está establecido explícitamente, no son tan visibles en otros. En principio, el pensar que una cosa o la otra es buena en sí misma no parece razonable, pues mientras estas diferencias en el peso de las ideas, palabras y actos pueden ser beneficiosas en unos contextos, también pueden ser muy perjudiciales en otros. A continuación, reflexionaremos brevemente sobre la cuestión para intentar ver en qué modo esto afecta las relaciones más cercanas, aquellas que tenemos con las personas más allegados.
Si pensamos en una entidad organizada con cierta verticalidad, como es el caso de la mayoría, parece que la existencia de un orden en el peso de las decisiones, no solo no es malo, sino que ayuda a que la información pueda fluir adecuadamente. Así, pensemos en un cuerpo de seguridad, una institución académica o una empresa, aquí será sencillo darnos cuenta de que las diferencias son necesarias para que las múltiples opiniones, formas de proceder, intereses, etc., se clasifiquen y valoren de una manera coherente. Aquí hablamos de de relaciones regidas por normas en su mayor parte escritas, las cuales pueden ser observadas por todos los implicados atendiendo a normativas, reglamentes, contratos, etc.
Las diferencias en el peso de las decisiones de los unos y de los otros también quedan establecidas en muchas relaciones sin la necesidad de que las reglas que las sustentan estén reflejadas en ningún tipo de documento, lo cual es fácil ver, por ejemplo, en el ámbito familiar. Así, damos por hecho y vemos como apropiado que lo que establece un adulto padre, madre, abuelo,…, tenga mayor valor que lo que intente imponer un niño, hijo o nieto. En estos casos, no es necesario escarbar mucho para encontrar diferentes razones por las que podríamos tener a esto como positivo: ayudar a la crianza del menor, administración más eficientemente de la logística del hogar, contar con opiniones basadas en más experiencia y conocimiento,…
Lo dicho hasta ahora nos dibuja una realidad en la que las interacciones no equilibradas parecen las más óptimas, pero, si pensamos en otras como las que se suelen dar entre amigos, parejas sentimentales o compañeros, esta idea no parece ser tan aplicable. Así, si ponemos nuestro foco en lo que se suele vivir con estas personas, la reciprocidad, el que las opiniones, necesidades y propuestas de todos sean tenidas en cuenta con la misma fuerza, es esencial. Si describimos las relaciones entre individuos adultos maduros esto lo podríamos hacer como aquellas en las que todos se consideran dignos de ser tenidos en cuenta, capaces de pedir, ofrecer, rechazar y aceptar, sin intentar imponer su criterio a los demás ni dejar que lo hagan con ellos mismos.
En línea con esto último, podríamos decir que en los contextos señalados en el párrafo anterior, en los que todos estamos implicados de una manera u otra, se podrían dar tres tipos de relaciones que definiremos más abajo. Antes, cabe decir que una de ellas sería la opción sana y las otras dos las insanas, las que, sin embargo, en otros lugares, como los descritos al principio del artículo, sí podrían ser beneficiosas para los implicados.
Una forma es la que podríamos conocer como modo adulto, recíproco o maduro. En esta, las dos personas se comportan como sujetos dignos a ser tenidos en cuenta, de opinar, ofrecer, rechazar o recibir. Aquí es común el solicitar al otro lo que se desea, respetar las negativas, negar lo que se considere oportuno y aceptar lo que también se crea correcto. Se podría hablar de relaciones de respeto, donde se colabora con el ánimo de llegar al mejor entendimiento, pero siendo conscientes de que en ocasiones no se podrá llegar a un punto de encuentro perfecto y será necesario quedar en puntos intermedios consensuados.
Otra manera sería aquella en la que la desigualdad impera y, desde la perspectiva del que la vive, lo del otro es más valiosos que lo propio. Por tanto, aquí el pedir será cosa muy complicada, al igual que el rechazar o contradecir. Estaríamos hablando de una relación de sumisión en la que el principal objetivo no es el entendimiento o beneficio común, sino la felicidad de la otra persona.
Por último, podríamos ver una tercera, la cual sería realmente la otra cara de la misma moneda de la desigualdad. Si antes hemos hablado de sumisión o persona dominada, aquí lo haríamos de dominio o imposición. En esta no se admite una negativa a lo solicitado, se presta poca atención a las decisiones y opiniones del otro y, en definitiva, se observa al otro como una herramienta para la propia felicidad.
Por lo dicho, queda claro que la desigualdad en la manera de relacionarnos debe quedar para aquellos lugares donde esto sea útil, pero, sin embargo, cuando hablamos de hacerlo con nuestra pareja, amigos, compañeros,…, personas con las que no es necesario guardar ninguna jerarquía porque esta no tiene sentido en los términos organizativos que ya se nombraron, lo que debe imperar es una relación de igualdad. Si esto no es así, sería conveniente revisar esta y poner los medios necesarios para que esto no prosiguiera en este modo.
Autor: Juan Antonio Alonso
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