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EL MUNDO ME DA IGUAL, MIS PADRES NO.

El modo de relacionarnos con el resto de los seres humanos y la forma en la que lo experimentamos se sustenta en gran parte en la relación infantil que hubo en con nuestros padres y en la imagen que aún deseamos proyectar hacia ellos.

Este fenómeno, arraigado en lo más profundo de nuestro ser, revela una intrincada estructura emocional donde confluyen anhelos y temores. Sin percatarnos de ello, buscamos transmitir una imagen idealizada de nosotros mismos hacia nuestros padres, ya sea la madre, el padre o ambos. Sin embargo, paradójicamente, esta es a menudo la misma que tememos no poder alcanzar y, al mismo tiempo, la que creemos no estar pudiendo dar.

Así, podríamos decir que habita en nosotros una capa psicológica infantil, un nosotros niño que todavía funciona como tal, el cual persigue lo que en su día buscó y sufre por las mismas necesidades que no se cubrieron entonces.

La búsqueda innata de aprobación y aceptación está en el centro de las carencias que hubo y que aún se siguen viviendo. En nuestros primeros años necesitamos ser vistos por nuestros progenitores y, por ello, nos esforzamos en cumplir con sus expectativas para así alcanzar su validación y amor.

Si en el pasado nos vivimos como no suficientes, es muy probable que hoy día sigamos sintiéndonos así. De esta manera, la tensión entre la necesidad de dar una imagen que resulte en aprobación y la certidumbre de que eso no es alcanzable, nos lleva inevitablemente a un malestar muy presente en gran parte de nuestras relaciones personales.

Esto, esa energía negativa que nos atrapa, no se reserva únicamente para los padres, pues los anhelos, temores y convicciones empiezan con estos, pero no quedan solo ahí. En nuestra vida como adultos repetimos las mismas dinámicas en otras relaciones, especialmente en las que poseen una gran carga afectiva.

Ser conscientes de que esto existe, poner lo velado a la luz, volver lo que hasta ahora negamos una parte nuestra reconocida y entendida y, sobre todo, a enseñarle a ella misma que su razón de ser no es la que está creyendo ser, nos puede llevar a vivir como adultos  y reconocer que ya sí somos capaces de dar y dignos de recibir.

 

Autor: Juan Antonio Alonso