Los seres humanos, de acuerdo a nuestro instinto de supervivencia, necesitamos de refugios donde sentirnos seguros, espacios y momentos en los que poder bajar la guardia. Nuestra naturaleza mamífera hace que el miedo nos empuje a huir del peligro y a buscar zonas o formas en las que quedar a salvo. Al igual que otros animales, nosotros buscamos la protección en lugares concretos en los que resulte difícil recibir daño alguno o en otros seres que puedan defendernos. Estos últimos nos aportan la base segura sobre la que poder explorar, aprender y, por lo tanto, desarrollarnos. Sin los elementos de apoyo necesarios, el mundo sería un lugar completamente amenazante que no dejaría espacio para el crecimiento y que, por lo tanto, sólo podría ser vivido conforme a un único objetivo; la mera supervivencia.
Los niños centran su seguridad en las figuras de crianza. A través de lo que se conoce como apego infantil, en los primeros años de nuestra vida, en los momentos en los que nos sentimos amenazados, buscamos y encontramos asilo en nuestros padres u otras personas que, por diferentes causas, puedan llegar a ocupar un papel similar. De manera simultánea, cuando realmente sentimos estar seguros, exploramos nuestro entorno para experimentar y aprender. En aquellos casos donde los que deben de aportar confort en los momentos de incertidumbre no hacen bien su cometido, los infantes no sienten la suficiente seguridad, no se aventuran fuera de su mundo conocido con la convicción de tener refugio fiable, viven el día a día como algo inestable y peligroso y, consecuentemente, tiene un nivel de bienestar escaso.
Las emociones, pensamientos y patrones de conducta que acompañan a la necesidad de tener una base segura, se complejizan y expanden en el adulto. La persona, conforme va madurando, se ve implicada en diferentes entornos sociales, relaciones de pareja, actividades académicas y profesionales, actividades de ocio, etc. En todas las facetas señaladas y, en especial, en las que conllevan crear y consolidar vínculos afectivos con otros individuos, la lógica del apego infantil puede observarse.
Sirvan como ejemplos a lo comentado los siguientes supuestos. Imaginemos a un adulto que ha construido una red social de amigos compuesta por personas que le hacen sentir seguro y que, además, le ofrecen fiabilidad. El sujeto objeto de nuestra especulación, con mucha probabilidad, se enfrentará a las diferentes problemáticas que aparezcan en su vida con la seguridad de que, en el caso de sufrir daño, contará con determinados aliados que le proporcionarán un espacio de refugio en el que poder descansar, coger fuerzas, planificar, etc. Otra muestra podríamos verla en alguien que, tras haber construido una carrera profesional de manera sólida, se siente capaz y cómodo dentro de un ámbito laboral. Este buen trabajador soportará mucho mejor los envites de las diferentes circunstancias adversas del mercado de trabajo que otro que no se haya forjado una profesión concreta y que, por lo tanto, no se sienta parte de algún sector determinado. Para finalizar con los ejemplos, pensemos en personas que involucradas relaciones de pareja soportadas en un ajuste mutuo; desarrollado a lo largo de años y de buenas prácticas comunicativas, afectivas, etc. Los que viven la realidad señalada, seguramente tendrán una fortaleza mayor para afrontar las diferentes crisis vitales que la que poseerían en otras circunstancias en las que carecieran del apoyo de relaciones sentimentales sólidas.
En definitiva, todos necesitamos una base segura en la que apoyarnos, refugiarnos, descansar, pedir consejo,… Esto se inicia en la primera infancia a través de lo que se conoce como apego infantil, pero se reproduce, extiende y hace más complejo a lo largo de los años en otros ámbitos de nuestras vidas. El tener esto en cuenta y pelear por construir buenas relaciones personales, profesiones, aficiones, etc., sin duda, será un factor esencial para poder vivir una vida plena y, consecuentemente, padecer menos dificultades psicológicas.
Autor: Juan Antonio Alonso