Los seres humanos distinguimos con bastante claridad los momentos en los que nos sentimos bien de aquellos en los que nos sentimos mal. En otras palabras, diferenciamos fácilmente entre emociones positivas y negativas, agradables y desagradables, deseadas e indeseadas. De igual manera, cualquiera de nosotros que se enfrente a la posibilidad, real o figurada, de escoger entre experimentar las unas o las otras optará, sin dudar, por las primeras: preferirá la alegría a la tristeza, la confianza al miedo, la tranquilidad al nerviosismo,…
Ante la obviedad que supone para la mayoría de personas lo descrito, la psicología se plantea e intenta responder a la cuestión de si todo lo que nos pueden ofrecer las emociones menos deseadas es desechable; en otras palabras, de si estas tienen su razón de ser o sólo existen para hacernos sufrir y, por lo tanto, para hacer que nuestra vida sea desdichada.
Hoy día existe un consenso bastante amplio en la interpretación de la función evolutiva que cumplen las emociones que consideramos como negativas en los seres humanos y animales que también las experimentan. Así, gran parte de la comunidad científica interpreta que estas tienen un gran valor para nuestra supervivencia; siendo las encargadas de disparar una serie de respuestas fisiológicas, cognitivas y motoras que, de forma automática, nos ayudan a enfrentarnos a diferentes situaciones que suponen un desafío para nuestra integridad física o psicológica. Así, por ejemplo, el miedo está estrechamente ligado a respuestas de huida o lucha ante situaciones consideradas como peligrosas y la ansiedad, por su parte, se relaciona con la preparación física y mental para situaciones futuras potencialmente difíciles de afrontar (Barlow y Durand, 2003).
Tal es la importancia la función a nivel de supervivencia que se le atribuyen a las emociones consideradas como negativas que esta misma se relaciona, paradójicamente, con muchos de los problemas psicológicos que padecemos los seres humanos. Las dificultades aparecen cuando estas se activan en situaciones en las que nuestro ambiente no nos plantea realmente la necesidad de que estas hagan su aparición y, debido a que en nuestro mundo moderno muchas de las situaciones que se consideran como desafiantes no son fáciles de discriminar, en muchas ocasiones las personas manifiestan respuestas no ajustadas. Además, como consecuencia de la capacidad de interpretación que las personas tenemos sobre lo que vivimos, la evaluación que se lleva a cabo de estas vivencias desagradables puede llevar a disparar nuevamente respuestas similares.
Pero la bondad de las emociones consideradas como desagradables no debe limitarse únicamente a su función como disparadoras de conductas relacionadas con la supervivencia, sino que estas también tienen conexión con cuestiones mucho más propias de la especie humana; en concreto, estas están implicadas en construcciones mentales que, a su vez, son esenciales en el bienestar humano. Con estas últimas nos referimos a lo que las terapias de tercera generación conocen como valores, la psicología positiva como fortalezas de carácter, algunos filósofos de orientación cristiana como virtudes,… siendo muy numerosas las denominaciones que estas han recibido por diferentes paradigmas psicológicos, filosóficos y religiosos; cada uno con sus matices y formas de interpretación. Al respecto, Walser (2013) nos especifica que, por ejemplo, el miedo a sentirnos solos y aislados es el que nos empujará a buscar conexión y unidad con los otros, el miedo a lo malo nos hará ver lo que es bueno, el miedo a la muerte nos empujará a entender que la vida ha de ser vivida y, en general, estos autores señalan que todas los valores deseables como la gratitud, el coraje, la tolerancia o la fuerza, incluyen una parte de dolor para que estos puedan darse.
Así, aunque es algo habitual en las personas el que etiquetemos a muchas emociones como desagradables y que, además, luchemos con ahínco para evitarlas, esa pelea no parece tener sentido alguno; ni a un nivel básico, ya que estas tienen su función y no pueden dejar de tenerla, como tampoco en un punto mucho más relacionado con lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. Por tanto, no parece buena empresa el evitar o huir de dichas emociones, sino, más bien, parece mejor idea el aprender a vivirlas y a aceptarlas como necesarias.
Lista de referencias.
Barlow, D y Durand, M. (2003). Psicopatología. Madrid. Thomson.
Walser, R.D. (2013). Love and The Condition Human. In: Kashdan, T. & Carrochi, J. ed. Mindfulness, Acceptance, and Positive Psychology. The Seven Foundations of Well-Being. Oakland: New Harbinger Publications.
Autor: Juan Antonio Alonso
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